jueves, 18 de octubre de 2012

El viaje del amor

Viajar en colectivo es una experiencia con cientos de matices. Para algunos es una porción de infierno por la que es inevitable transitar. Minutos, y hasta horas de padecimiento, atrapados entre una cantidad insólita de personas. Personas que huelen mal, que pegan codazos, que hablan a los gritos por celular, que llevan mochilas gigantes, que no te dejan pasar aunque pidas permiso y por favor unas veintisiete veces al hilo. Sí, viajar en colectivo puede ser un suceso horrible. Pero también puede ser mucho más que eso.

Viajar en colectivo tiene esa cosa de esperar asechante para conseguir un asiento, analizar con detalle la cara de cada pasajero para inventarle una historia de vida y adivinar en que parada va a bajar. Es ganarle a otra persona el espacio menos incómodo, es mirar por la ventana y ver como el mundo vive, y como uno se traslada por toda la ciudad sin mover ni un músculo.

Hay algo que pasa en ocasiones, cuando está la posibilidad de ver más allá del espanto de viajar. El momento en el que encontrás a la persona que, creés, estuviste esperando toda tu vida. El amor a primera vista que nace en los colectivos es de los sentimientos más reales y fugaces del universo. Una marca de esas imborrables, que se borra por completo después de un rato.

Hoy pasó esto. Estaba cansada, muy cansada, porque había hecho muchas cosas en el trabajo; y también enojada, porque cuando salgo más tarde de trabajar el colectivo está más lleno y se complica más eso de hacer del viaje de vuelta un momento especial del día. Vi venir al colectivo y me pareció que estaba bastante lleno, podía dejarlo pasar y esperar por el próximo. Pero las ganas de llegar a casa ganaron, podía pedir permiso las veces que hiciera falta con tal de llegar a mi casa aunque sea cinco minutos antes. Apenas subí me pareció que había sido una muy mala idea, terrible idea, ¿de dónde sale toda esta gente que viaja en colectivo? ¿por qué tienen que ir todos al mismo lugar al que voy yo? Recién tres o cuatro paradas después de haber subido pude pagar, con SUBE, claro está. "Hola, uno veinticinco, por favor" el chofer se merece aunque sea un saludo, está bancándose a 50 personas sudadas y de mal humor.

Inmersa en la ardua tarea de pasar de la primer mitad del colectivo a la parte de atrás, tuve que enfrentarme con cuerpos inanimados e inmóviles; bolsas, carteras y mochilas gigantes; brazos ubicados en lugares impensados y otros tantos obstáculos que demandaron todo mi esfuerzo y concentración. No fue hasta que crucé miradas con él, que comprendí cuál era el fin de tan desmedida labor. Era el chico más lindo de todo el colectivo, ¿qué digo de todo el colectivo? el más lindo de toda la ciudad, o mejor, de todo el universo. Un poco despeinado y con unos rulos castaños que no llegaban a formarse, ojos grandes y celestes como el cielo un día de mucho sol. Mediría unos 1,80m y su ropa estaba algo desalineada, pero le quedaba pintada. Estaba nada más a dos personas de él y cuando lo miré me miró y casi que sonrió. Fue más bien una mueca extraña, pero a un desconocido no se le sonríe porque sí, así que a mi me bastó. Enseguida me di cuenta de la tragedia, estaba horrible. Despeinada, muerta de calor, quizás hasta se me había corrido el maquillaje; terrible ocasión para conocer al amor de mi vida, el futuro padre de mis hijos, con quien iba a planear un viaje por el mundo, terrible ocasión. Pero el destino había dictado que así fuera, si había subido a este colectivo lleno para conocerlo, peinada o despeinada ya me daba igual.

De a poco me fui acercando hacia donde él estaba y llegué a quedar parada al lado. Ahí pude notar que desprendía un aroma particular, un perfume que olía a él, porque le calzaba perfecto. Lo único que pasaba era que yo viajaba cerca suyo, e imaginaba que por algún motivo comenzábamos a hablar. Como si yo fuera a interactuar con un desconocido porque sí, a la luz del día y en un viaje en colectivo. En mis sueños ya le había dicho que sus ojos eran muy lindos, habíamos caminado por el parque, y hasta habíamos arreglado para ir a cenar.

Cuando una señora muy arreglada se levantó de su asiento para bajar, volvimos a cruzar miradas. Él viajaba desde antes, la ley natural indicaba que tenía que ser quien se siente primero. Tensión. Unas milésimas de segundo en las que ninguno de los dos hacía nada, me dieron más tiempo para quedarme mirándolo; pero no me di cuenta de que estaba ofreciéndome el asiento, porque me distraje con el detalle de su dentadura perfecta. Cuando me ofreció el asiento por segunda o tercera vez entendí que tenía que sentarme. Confieso que hubiera preferido mirarlo una eternidad.

Siempre que viajo en colectivo me duermo y esta vez no fue la excepción. Estuve sentada y mis ojos comenzaron a cerrarse y a las pocas cuadras me había quedado dormida, aunque me había forzado por que no sucediera. No fueron más de cinco minutos de siesta, pero cuando me desperté el amor de mi vida ya no estaba. Sentí una punzada en el corazón de esas que duelen. No sabía nada de él pero era el hombre perfecto para mi, estaba enamorada de verdad. Esos diez minutos iban a ser imborrables, incluso aunque media hora después comenzara olvidar sus dientes, su perfume, sus ojos y sus rulos castaños, hasta olvidarme de que había estado frente a mi de verdad.

La enseñanza es una sola, nunca te enamores en el colectivo, porque el único destino de tan puro sentimiento es el desamor.

2 comentarios:

  1. Me muero porque esto está genial, este blog está genial y no sé cómo seguirlo. Help!

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  2. mala enseñanza, la enseñanza es tené los huevos, en tu caso los ovarios, de hablarle y ver que onda o a caso en un bondi no podes conocer a tu futuro marido? si no puedo conocer a mi futura mujer en un colectivo, en donde entonces?

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