Una de las cosas que me molestan mucho de vivir en la ciudad es que está llena de esa gente que te habla aunque no te conozca, sin pedirte permiso, sin fijarse si te interesa lo que te va a decir. Algún perdido, señoras mayores, turistas, personas pesadas que quieren contarle la vida entera a desconocidos porque no tienen con quien hablar, o porque creen que no contaron sus historias lo suficiente. Esa gente no me gusta, yo no le hablo a nadie, no necesito que me hablen tampoco, nunca voy a saber como contestarles, así que ni lo intenten.
Hay un señor que vive en mi barrio, a un par de casas de distancia, que conoce a mi madre desde que era joven. Es algo demente, o tiene problemas mentales reales, no sé bien. La cuestión es que es muy raro y conoce a mi familia a la perfección, aunque nunca hablamos con él. No podría llegar a medir cuánto más me molesta que me hable alguien, que para mi es desconocido pero tiene datos sobre mi vida, que no sé dónde consiguió. Siempre que me lo cruzo por la calle, bajo la mirada y contemplo las baldosas hasta que pasa; si puedo, hasta cambio la dirección en la que me dirijo, o cruzo de vereda.
Teniendo en cuenta que vivimos en la misma cuadra, y que pasan solo dos o tres colectivos por la zona en la que estamos, no es raro que una vez cada tanto me lo encuentre en la parada. Lo que no comprendo es porqué tiene que suceder tan a menudo, o porqué justo el día que veo pasar el colectivo que tengo que tomar cuando todavía estoy a media cuadra y llego tarde a trabajar, ¿Por qué no se subió él a ese colectivo? ¿por qué está ahí esperando cuando llego? ¿Por qué tiene que mirarme con cara de oportunidad para entablar una conversación? No puedo escapar de esto nunca, por más que lo intente.
Por las dudas ni voy a mirarlo a los ojos, siempre concentrada en el celular. Aunque para ver si viene el colectivo tengo que mirar para donde él está, y sé que me está mirando, porque siempre me mira como esperando que celebre encontrármelo. No hay forma de evitar el cruce de miradas, pero siempre me queda la opción de hacer como que no lo conozco. Nadie me obliga a conocer al vecino lunático que sabe todo sobre todos.
- LA HIJA DE ESTELA.
- mh...
- CADA DÍA MÁS PARECIDA A TU MAMÁ.
- ¿Sí?
- IGUAL, DESDE ASÍ DE CHIQUITAS LAS CONOZCO YO A USTEDES.
- ahá..
- ...
- ...
- QUÉ CALORÓN QUE HACE, ¿NOCIERTO?
- Sí.
- Y BUENO, ¿VAS A UN TRABAJO VOS?
- Sí.
- AH, ¿EMPEZASTE A LABURAR NOMÁS?
- Sí, hace bastante que trabajo igual.
- QUÉ BUENO, Y BUENO, ES LO QUE HAY QUE HACER, ¿NO? BUENO...
Ay, no pude zafar, menos mal que viene el colectivo. Quiero que sepa, señor, que yo no tengo idea de como se llama, ni qué hace de su vida, y en mi mente lo maté unas cuantas veces de diferentes maneras mientras me hablaba. No entiendo, ¿qué le importa a este hombre si trabajo o dejo de trabajar? - PASE USTED, SEÑORITA - ¿Por qué tiene que decirme que me ve pasar por la vereda desde mis épocas de niñez? No lo siento más cercano por eso señor, ni aunque me lo diga cada vez que me cruza, solo tengo un poco más de miedo de acercármele. Me da algo de escozor verlo emocionarse por el paso del tiempo. Ya no mido 120 cm, y sí, trabajo de lunes a viernes porque tengo 23 años. Deje de actuar como si le importara, por favor, no nos conocemos.
Por suerte, si me deja pasar primera puedo huir bien al fondo del colectivo. Yo sé que usted nunca llega hasta el final porque se baja unas seis paradas después de subir, entonces puedo hacer como que nunca lo vi ni mantuve un intento de conversación con usted y me escondo entre las personas del fondo. El colectivo este nunca está lleno a la hora en la que viajo, en realidad, no puedo ocultarme entre otras cabezas. Voy a tener que aguantar su mirada hasta que se baje dentro de diez minutos. Por suerte encontró otra presa que subió detrás de nosotros, ya no soy el centro de atención. Respiro este aire contaminado de colectivo en paz.
En verdad, no podría jurarlo, pero creo que esa señora que acaba de subir se dirige directo hacia mi, que, para no perder la costumbre, soy la única que viaja parada.
- Querida, ¿puedo hacerte una pregunta?
No de nuevo, por favor, qué castigo vivir en esta ciudad.
jueves, 22 de noviembre de 2012
lunes, 5 de noviembre de 2012
Colectivo Social Club
Mi horario ideal para tomar el colectivo y no llegar tarde al trabajo es 10:40 am. No sé qué estaba haciendo a esa hora, pero salí de casa 11:07 am, y con suerte iba a llegar un poco menos de treinta minutos tarde. Además, hay un colectivo que pasa justo dos minutos antes del horario en el que salí, el que suelo tomar, el que ya había perdido. Iba a llegar más tarde que de costumbre y eso le daba al lunes desde un comienzo algo más de emoción.
La fortuna se acerca y se aleja de mi en modo aleatorio, y en ocasiones me tira un lance. Tres minutos después de llegar a la parada estaba subiendo a mi transporte y pidiendo el boleto. El chofer me resultó bastante simpático así que le di las gracias con una sonrisa. Mi lugar favorito, al fondo, al lado de la puerta, estaba vacío y me dirigí sin miramientos hacia él. El sol me daba justo en la cara, el colectivo estaba casi vacío y yo, como de costumbre, hacía no sé qué con el celular; mientras pensaba seriamente que no entendía porqué la gente aborrecía tanto los lunes, pobres lunes.
En las primeras cuadras de viaje se subió un simpático sujeto a vender chocolates. - Jamler (o sea, Hamlet), lleve marca, prestigio y calidad en chocolates. Tres chocolates Jamler en cinco pesos.- Marca, prestigio y calidad. Qué fácil es decir cualquier cosa que nada que ver con nada. A nadie le importa usar bien las palabras. En eso me hizo pensar el señor que vendía chocolates, y en que tres por cinco es un buen precio también.
Una señora casi mayor, con el pelo rubio platinado muy batido, y unos enormes lentes de sol de color marrón, se sentó al lado mío a mitad de camino. Ocupaba más espacio del estimado por persona, y se había sentado encima de la punta del abrigo que llevaba abierto, porque adentro del colectivo casi siempre hace calor. Le sonó el celular y se puso a hablar a los gritos con no sé quién, le avisaba que ya estaba arriba del colectivo. Igual no me importaba mucho la señora. Cuando te sentás en el asiento de atrás de todo, del lado de la puerta, podés poner los pies en la baranda esa que hay y te sentís la persona más copada del colectivo. A mi, aparte, me gusta mirar mis zapatillas, porque a través de los pies es que el capitalismo se me mete en la sangre y mis muchos pares de calzado son la expresión de esa simbólica derrota ideológica y social.
Yo seguía usando el celular y contemplaba con amor mis zapatillas azules, rojas y blancas -siempre tengo que decirle a la gente que si quiere decir algo de ellas, no diga que son de San lorenzo, son de Francia o no son nada -, hasta que la señora terminó de hablar por teléfono y decidió hablar conmigo. ¿Por qué hablar conmigo? No me gusta ni un poquito que la gente me hable, sobre todo si es alguien que no conozco. Si yo no te hablo, vos no me hables; esa es mi regla básica en la vida. - Querida, ¿te puedo hacer una pregunta a vos que sos tan amable? - ¡Qué poder tenía la señora! unos minutos de viaje y ya había descubierto mis dotes de amabilidad. - ¿Sabés si este colectivo pasa cerca de Scalabrini Ortiz? - Si, va por Scalabrini desde... - No, está, ahí en esa calle ya me ubico sola. Gracias, eh. - Bueno. - ¿Sabés que pasa? Le pregunté al chofer y más o menos que me gruñó, ni le entendí lo que me dijo, viste. - Mientras, yo pensaba que a mi el señor que manejaba me había caído bastante simpático, y además, a mi qué me importaba lo que le había dicho a usted, no le pregunté nada. - Bueno, pero listo, si te pregunto a vos ya está, muchas gracias, nena. - De nada.
Pasaron menos de cinco minutos y un señor corrió para alcanzar el colectivo cuando ya arrancaba, como si hubiera sido el último transporte en funcionamiento en todo el mundo. Tenía un pilón de cartoncitos con algo impreso que no llegaba a ver desde el fondo. Estuve a punto de hacerme la dormida, porque me pone muy nerviosa lidiar con la situación "quiero que me des plata pero no te ofrezco nada" porque no encuentro el modo de decir que no si no estoy rechazando mercadería tangible. No es que no quiera darle mi dinero a otro, no me interesan los billetes ni las monedas de mi billetera. Pasa que el intercambio social altera mi sistema nervioso, y cuando no tengo dinero para dar no sé bien qué cara poner. No logré enviar a mi cerebro la señal, y para cuando me planteé actuar la siesta y cerrar los ojos, ya había hecho contacto visual con el recién subido y había comenzado a escuchar qué decía.
Nunca me había pasado algo de este talante en el tiempo que llevo viajando en colectivo. Sus cartones tamaño postal, tenían impresas diferentes y escabrosas imágenes de Jesús. Pero lo raro no fue eso, sino lo que empezó a decir cuando se presentó. El señor decía que él no quería hacer negocios sino hablar de la fe. Que las tarjetas no le habían salido caras porque las había comprado por mayor, y las repartía sin ánimos de recibir dinero, PERO QUE QUEDABA EN NOSOTROS PODER SOLVENTAR SU DIFUSIÓN DE LA FE. De entre sus palabras recuerdo estas particularmente: "A ver si pueden decirle que no a Jesús. Y si piensan que los ofendo o no creen lo que les digo, me lo pueden decir tranquilamente si se animan, pero no estarán diciéndomelo a mi sino al mismo señor".
Un poco no podía creer lo que escuchaba y otro poco me asustaba, ¿Vos decís que querés hacer plata diciendo que no querés hacer plata en nombre de Jesús? El hombre tenía una mirada perdida que asustaba, y pronunciaba sus palabras de una manera tan filosa que me dio miedo contestarle, pero yo quería decirle esto; que me parecía cualquiera que se animara a hacer esa estupidez, que yo creía de algún modo en la mayoría de esas cosas de las que hablaba, pero podía estar de acuerdo con que saliera a hablarle al mundo de esa manera. Que si quería manguear plata comprara tarjetas con frases cursis de amor y perritos deformes, y que no extorsionara a todo viajante con la culpa como herramienta siempre efectiva y principal. Yo, claro, no abrí la boca. No me gusta ni un poquito que la gente me hable, dije; sobre todo si es alguien que no conozco y cuando no se sabe muy bien cuáles son sus facultades mentales. La única que le dio plata fue una judía que le dijo "Aunque yo creo en otras cosas, esto va porque te animaste". Por mi parte, le devolví esas postales, que por cierto asustaban tanto como el señor; y me me decía a mi misma que si todos nos animamos a hacer cualquier cosa que se nos cruce por la cabeza, pasado mañana el universo implosiona y los billetes que ganó el loco de las postales se desintegran en el vacío.
Ya llegaba como veinticinco minutos tarde a trabajar, cosas que pasan. Cuando estaba por bajar, la señora del pelo batido me preguntó si ya estábamos en Scalabrini Ortiz, y hasta dónde seguía el colectivo, porque ella tenía que ir pasando Paraguay, seguro que pensó que era información de relevancia para mi. - Hasta Paraguay llega, dobla recién en Santa Fe. Y por favor, no me hable más, señora, se lo pido por lo que más quiera.
Digo, también, qué suplicio puede llegar a ser viajar en colectivo si vas a contramano del mundo; inocente vos, con el objetivo de llegar destino, cuando el resto de los seres humanos en realidad viaja nada más para hacer sociales.
La fortuna se acerca y se aleja de mi en modo aleatorio, y en ocasiones me tira un lance. Tres minutos después de llegar a la parada estaba subiendo a mi transporte y pidiendo el boleto. El chofer me resultó bastante simpático así que le di las gracias con una sonrisa. Mi lugar favorito, al fondo, al lado de la puerta, estaba vacío y me dirigí sin miramientos hacia él. El sol me daba justo en la cara, el colectivo estaba casi vacío y yo, como de costumbre, hacía no sé qué con el celular; mientras pensaba seriamente que no entendía porqué la gente aborrecía tanto los lunes, pobres lunes.
En las primeras cuadras de viaje se subió un simpático sujeto a vender chocolates. - Jamler (o sea, Hamlet), lleve marca, prestigio y calidad en chocolates. Tres chocolates Jamler en cinco pesos.- Marca, prestigio y calidad. Qué fácil es decir cualquier cosa que nada que ver con nada. A nadie le importa usar bien las palabras. En eso me hizo pensar el señor que vendía chocolates, y en que tres por cinco es un buen precio también.
Una señora casi mayor, con el pelo rubio platinado muy batido, y unos enormes lentes de sol de color marrón, se sentó al lado mío a mitad de camino. Ocupaba más espacio del estimado por persona, y se había sentado encima de la punta del abrigo que llevaba abierto, porque adentro del colectivo casi siempre hace calor. Le sonó el celular y se puso a hablar a los gritos con no sé quién, le avisaba que ya estaba arriba del colectivo. Igual no me importaba mucho la señora. Cuando te sentás en el asiento de atrás de todo, del lado de la puerta, podés poner los pies en la baranda esa que hay y te sentís la persona más copada del colectivo. A mi, aparte, me gusta mirar mis zapatillas, porque a través de los pies es que el capitalismo se me mete en la sangre y mis muchos pares de calzado son la expresión de esa simbólica derrota ideológica y social.
Yo seguía usando el celular y contemplaba con amor mis zapatillas azules, rojas y blancas -siempre tengo que decirle a la gente que si quiere decir algo de ellas, no diga que son de San lorenzo, son de Francia o no son nada -, hasta que la señora terminó de hablar por teléfono y decidió hablar conmigo. ¿Por qué hablar conmigo? No me gusta ni un poquito que la gente me hable, sobre todo si es alguien que no conozco. Si yo no te hablo, vos no me hables; esa es mi regla básica en la vida. - Querida, ¿te puedo hacer una pregunta a vos que sos tan amable? - ¡Qué poder tenía la señora! unos minutos de viaje y ya había descubierto mis dotes de amabilidad. - ¿Sabés si este colectivo pasa cerca de Scalabrini Ortiz? - Si, va por Scalabrini desde... - No, está, ahí en esa calle ya me ubico sola. Gracias, eh. - Bueno. - ¿Sabés que pasa? Le pregunté al chofer y más o menos que me gruñó, ni le entendí lo que me dijo, viste. - Mientras, yo pensaba que a mi el señor que manejaba me había caído bastante simpático, y además, a mi qué me importaba lo que le había dicho a usted, no le pregunté nada. - Bueno, pero listo, si te pregunto a vos ya está, muchas gracias, nena. - De nada.
Pasaron menos de cinco minutos y un señor corrió para alcanzar el colectivo cuando ya arrancaba, como si hubiera sido el último transporte en funcionamiento en todo el mundo. Tenía un pilón de cartoncitos con algo impreso que no llegaba a ver desde el fondo. Estuve a punto de hacerme la dormida, porque me pone muy nerviosa lidiar con la situación "quiero que me des plata pero no te ofrezco nada" porque no encuentro el modo de decir que no si no estoy rechazando mercadería tangible. No es que no quiera darle mi dinero a otro, no me interesan los billetes ni las monedas de mi billetera. Pasa que el intercambio social altera mi sistema nervioso, y cuando no tengo dinero para dar no sé bien qué cara poner. No logré enviar a mi cerebro la señal, y para cuando me planteé actuar la siesta y cerrar los ojos, ya había hecho contacto visual con el recién subido y había comenzado a escuchar qué decía.
Nunca me había pasado algo de este talante en el tiempo que llevo viajando en colectivo. Sus cartones tamaño postal, tenían impresas diferentes y escabrosas imágenes de Jesús. Pero lo raro no fue eso, sino lo que empezó a decir cuando se presentó. El señor decía que él no quería hacer negocios sino hablar de la fe. Que las tarjetas no le habían salido caras porque las había comprado por mayor, y las repartía sin ánimos de recibir dinero, PERO QUE QUEDABA EN NOSOTROS PODER SOLVENTAR SU DIFUSIÓN DE LA FE. De entre sus palabras recuerdo estas particularmente: "A ver si pueden decirle que no a Jesús. Y si piensan que los ofendo o no creen lo que les digo, me lo pueden decir tranquilamente si se animan, pero no estarán diciéndomelo a mi sino al mismo señor".
Un poco no podía creer lo que escuchaba y otro poco me asustaba, ¿Vos decís que querés hacer plata diciendo que no querés hacer plata en nombre de Jesús? El hombre tenía una mirada perdida que asustaba, y pronunciaba sus palabras de una manera tan filosa que me dio miedo contestarle, pero yo quería decirle esto; que me parecía cualquiera que se animara a hacer esa estupidez, que yo creía de algún modo en la mayoría de esas cosas de las que hablaba, pero podía estar de acuerdo con que saliera a hablarle al mundo de esa manera. Que si quería manguear plata comprara tarjetas con frases cursis de amor y perritos deformes, y que no extorsionara a todo viajante con la culpa como herramienta siempre efectiva y principal. Yo, claro, no abrí la boca. No me gusta ni un poquito que la gente me hable, dije; sobre todo si es alguien que no conozco y cuando no se sabe muy bien cuáles son sus facultades mentales. La única que le dio plata fue una judía que le dijo "Aunque yo creo en otras cosas, esto va porque te animaste". Por mi parte, le devolví esas postales, que por cierto asustaban tanto como el señor; y me me decía a mi misma que si todos nos animamos a hacer cualquier cosa que se nos cruce por la cabeza, pasado mañana el universo implosiona y los billetes que ganó el loco de las postales se desintegran en el vacío.
Ya llegaba como veinticinco minutos tarde a trabajar, cosas que pasan. Cuando estaba por bajar, la señora del pelo batido me preguntó si ya estábamos en Scalabrini Ortiz, y hasta dónde seguía el colectivo, porque ella tenía que ir pasando Paraguay, seguro que pensó que era información de relevancia para mi. - Hasta Paraguay llega, dobla recién en Santa Fe. Y por favor, no me hable más, señora, se lo pido por lo que más quiera.
Digo, también, qué suplicio puede llegar a ser viajar en colectivo si vas a contramano del mundo; inocente vos, con el objetivo de llegar destino, cuando el resto de los seres humanos en realidad viaja nada más para hacer sociales.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)